Una tarde de cine... o de fiesta?

Sábado, 24 de febrero. 17:15.
Como la última vez, ella y yo entrábamos juntas por aquel portal. Con un par de besos, una sonrisa y las manos llenas. Allí nos recibían siempre de la mejor manera, tan elegantes y amables, dispuestos a hacer bien las cosas.
Sin perder tiempo, los cuatro primeros en llegar nos pusimos manos a la obra. Platos, vasos, algo de beber y de comer, fotos, música... Y globos. No podían faltar los globos. 
Seis menos veinte. Cinco de los trece buscábamos rápidamente el accesorio clave de la fiesta. Veinte minutos para hinchar todo aquello.  
Seis menos cuarto. El protagonista estaba a punto de llegar, y nosotros éramos ocho en el mismo coche, cual hormigas. 
Corrimos, inflamos, cortamos, repartimos y nos escondimos en cualquier parte. Justo a tiempo. La fiesta podía empezar.
Después de salir de nuestros escondites y gritar sorpresa, corrimos a abrazar al cumpleañero. Muchos mimos y una presentación repetida ochocientas veces. Ahora tocaba echar una partida al baloncesto, mientras yo capturaba todo detalle con mi cámara. 
Regalos y tarta, soplando velas durante diez minutos, una y otra vez. Música a todo volumen sin vecinos molestos. Fotos y más fotos. Bocadillos de fuet y caras de poker. Una mesa llena de buen rollo, que dejaba paso a la noche.
Un círculo de miradas cómplices y manos cogidas. Que empiece el juego. Que gire la vela. Prueba o verdad. Si o no. Yo nunca.
Empezando por la reacción de una guindilla hasta un puñado de lágrimas, pasando por varias combinaciones de besos, llamadas inesperadas y secretos desvelados. 
A partir de las ocho el frío ya era una excusa para juntarse. Sofá, manta y compañía. Sudaderas y chaquetas de otros. Móviles encima de la mesa. Que no deje de girar la vela. Que se levanten las manos, para confesar o para bailar. Que sigan las luces. Que siga la música. Que no se pierda el salseo. Pero sobre todo, que esta excusa para juntarse se recuerde siempre. 

 
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