″Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa″ (Pt III)
- Por saramillor
- El 22/12/2019 a las 23:45
Miércoles, 18 de diciembre. Salida a las 9 preparados para recorrer Lisboa de arriba abajo en 17 mil kilómetros de reloj. Por calles de edificios antiguos de distintos colores y alturas pasaba el tranvía, haciendo un ruido estridente a su paso por las vías de hierro sobre el adoquín. El espacio entre la calle y la acera era mínimo y estaba lleno de charcos. Cuando por fin llegamos a una zona llana fue para hacer una parada rápida en la iglesia de Santa María Magdalena y subir hasta el mirador de Santa Luzia. Diminutas casitas blancas con tejados naranjas se amontonaban en primera línea de costa, contrastando con un cielo gris y nublado. Todavía más arriba, quedaba el Castillo de San Jorge. Con Wonderwall de Oasis en los airpods Pedro y yo buscábamos los mejores rincones para sacar más fotos entre murallas, subiendo diminutas escaleras y esquivando charcos. La inmensidad de Lisboa a nuestros pies en la instantánea de una pareja árabe con la que nos entendimos perfectamente y la majestuosidad de una familia de pavos reales que se paseaban tan tranquilamente a escasos metros de nosotros. Pero siempre se puede llegar más arriba, y si para ello hay que pagar por entrar y subir unas escaleras de caracol interminables, allá vamos. Desde el punto más alto del Arco da Rua Augusta el viento ensordece y el silencio en la ciudad solo lo rompe el sonido retumbante de la campana. En cuanto volvemos a tener los pies en la tierra, directos a por unas pizzas y un par de botellas de agua para compensar la caminata. Y de postre, chocolate, tarta y crepes en el mercado da Ribeira. Cuatro horas de tiempo libre me llevaron a recorrer el centro con Maleda, desde una biblioteca hasta un centro comercial, pasando por una cafetería y una tienda de souvenirs. A medida que se iba haciendo de noche, las luces navideñas se encendían a ritmo de saxofón y guitarra por un grupo tocando en plena calle. Y de la música latinoamericana pasamos a los famosos fados portugueses, en una humilde taberna reservada para nosotros. Al terminar, una charla y una foto de grupo con una cámara desechable enfrente de una enorme bola de luces antes de cenar un plato de pasta con gambas, atún y aceite. Con intención de aprovechar un un rato muerto antes de volver al hotel decidimos ir a un karaoke... Que terminó siendo un bar gay. Entre una anécdota y otra eran casi las once cuando intentábamos llegar al metro sin romper los paraguas. Poca gente quedaba por allí, el vagón era solo para nosotros. Mientras nos metíamos en la inmensa oscuridad del túnel a la velocidad del rayo, jugábamos al teléfono estropeado en inglés como niños pequeños... Pero por mucho sueño que tuviésemos, aquella noche tampoco dormimos.
Continuará.