″Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa″ (Pt II)

La primera noche en el hotel fue tranquila. Revisión de habitaciones a las 11:30 y acto seguido al ascensor para bajar a la 909. Después de una buena dosis de risas y cotilleo, de vuelta a la 1007 a escondidas. Arriba la fiesta estaba montada. Eran las dos de la mañana y solo los cascos con música a tope silenciaban los gritos en la habitación de al lado. 
Martes, 17 de diciembre. 7:45. Una tostada de Nutella, un zumo de naranja en el buffet y la cámara preparada para salir. A las nueve unos selfies en la piedra de los descubrimientos y un paseo por la orilla del Tajo. Unos tímidos rayos de sol dejaban destellos en la lente y las pupilas, dejando al fondo el puente 25 de abril, el Golden Gate Bridge portugués de acero rojo. Seguimos nuestra ruta pasando por La Torre de Belém y el Palácio da Ajuda. Para cualquier amante del arte, una parada obligatoria. No hay resolución ni megapíxeles capaces de capturar tal majestuosidad. Cada estatua representando un sentimiento y cada sala una esencia propia. Cúpulas de perfectas proporciones, lámparas de finísimo cristal y mesas multitudinarias con sillas de terciopelo y vajillas relucientes. Un paseo por amplios pasillos y escalones infinitos hasta llegar a la biblioteca da Ajuda para contemplar de cerca lo que solo un ignorante puede considerar un trozo de papel viejo y arrugado. El Cancioneiro da Ajuda, una reliquia del siglo XIII, conservado entre una enorme colección de obras en portugués que en su momento pertenecieron a la familia real. La última parada que completaba una mañana de visitas culturales fue al Mosteiro dos Jerónimos, de fachada en relieve y muros de extravagante ornamentación que daban a un patio exterior donde sentarse a descansar. En el interior, una iglesia donde el aire es frío, las voces tienen eco y las vidrieras pintan los destellos de luz que entran por la ventana. Una parada para comer en un restaurante de comida rápida que tenía su encanto en las paredes de azulejos que en tinta rosa tenían grabados refranes como “Quem vê caras não vê corações”. Aquella tarde Sintra resplandecía con alumbrados navideños y árboles de guirnaldas en los que con un filtro A6, un poco de brillo y un buen modelo casi parecen los de Vigo. Si el pueblo no tiene nada de especial, subimos por callejones estrechos de adoquines desnivelados hasta llegar al punto más alto para conseguir unas buenas vistas. Luego hablamos con una vendedora de pendientes hechos a mano a la que le da pena que compremos uno de sus pares favoritos y seguimos caminando por una senda de lámparas de papel iluminadas que recuerdan a Japón. Y de ahí a Cascais, de noche, en la tranquilidad de una ciudad en la que se respira el espíritu navideño con una noria que gira despacio mientras cambia de color. Después de dar vueltas sin saber muy bien hacia donde ir terminamos dándonos un capricho de yogur helado con toppings en una heladería hasta que sutilmente el camarero nos invita a marcharnos porque quiere cerrar el local. Pegados los unos a los otros, acabamos en las escaleras de un portal sacando tema de conversación de debajo de las piedras e intentando no morirnos de frío. Nos esperaba una noche larga…
Continuará.

 

 
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