″Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa″ (Pt I)

Después de siete meses en casa, no me llegaba la hora de tener una nueva historia que contar. Esta vez fue un lunes, 16 de diciembre, a las 8:30 de la mañana. Como destino: Lisboa, Portugal. Otro para el recuerdo con el mejor compañero de viaje, y de vida, que cualquiera podría desear. En el cristal pegaba el viento y resbalaban las gotas de lluvia al ritmo de Sen Senra con su Ya No Te Hago Falta. A mi lado, Marta dormía tapada con mi manta y el otro auricular puesto. Una vez en la estación de Porto, Aixa repartía filloas caseras para todos, con azúcar y chocolate. En una cafetería cercana, cuatro cafés de un euro… noventa. Un antojo de chocolate y primer contacto con el portugués. Para comer, un bocata de atún en un centro comercial. Un descanso para estirar las piernas, visitar los alrededores y sacudirnos la mojadura que llevábamos encima. Próxima parada: Óbidos. Geográficamente, en el centro del mundo. Potencialmente, lugar para una macrofiesta en fin de año. En realidad, un pueblo pequeño con cierto encanto, una librería, una ruta navideña en medio de la nada un Ale-Hop. Entre brillantes azulejos ilustrados y luces de navidad por calles estrechas, nos dieron las cuatro. Después de otro tirón de autobús, por fin llegábamos al hotel. Casi a las diez de la noche. Para mi y mis compañeras de habitación, fue la habitación 1007 en el décimo piso. Grande y cómoda, con una ventana enorme en la que sentarse a reflexionar disfrutando de las vistas al centro de Lisboa. Las luces brillan pero no ciegan, dejando que el tren rompa el silencio al pasar por las vías… 
Continuará.

 

 
  • No hay puntuaciones ¡sé el primero añadir una!