Perdidos en la inmensidad

Es la una de la madrugada en esta inmensa explanada de vegetación de todo tipo de verdes. Estamos más o menos a unos treinta y ocho grados, cuarenta dentro de la tienda de campaña. Después de cuatro días allí abandonados apenas nos quedan reservas, además de la mitad de una cantimplora con agua ya caliente, y un par de galletas. Estamos Juan y yo solos, rodeados por la fauna que allí habita. Los otros cuatro marcharon ayer en busca de algún explorador por aquel remoto lugar, y todavía no han vuelto. Los mosquitos nos atacan constante y brutalmente. Están por todas partes. Por suerte, aún disponemos de unas gotitas de alcohol para aliviar el picor, aunque sin mucho efecto. Tampoco podemos tomarnos la libertad de movernos mucho. La brújula y el mapa iban en la mochila que se llevaron los otros. Nosotros empezamos a sufrir las consecuencias. La piel de Juan se cae por momentos a causa de la sequedad, y yo ya he tenido varios ataques de asma, algo inusual en tan pocos días. El medicamento empieza a escasear. Sin ningún punto de referencia, escribo esta carta en papel rasgado de mi cuaderno, lamentándome de haber corrido el riesgo que suponía esta aventura.

 
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