Oda a Galicia

Julio, 2020. 

Decirlo en alto me semejaba un milagro, pero por fin podía empezar a vivir. Julio era mi mes, y este era mi verano. Bastante había estado encerrada ya. Acababa de cumplir los dieciocho y tenía un dinero ahorrado para volver a ver a mi familia estadounidense, algo que decidí dejar para más adelante. Al fin y al cabo, el único lazo inquebrantable era el que me unía a mi tierra gallega. La tierra que nos habían quemado aquel octubre de 2017 en el que un seco y ventoso otoño fue nuestra ruina, por fin volvía a dar brotes verdes. Tan dañada por nuestra especie y, aún así, tan enriquecida. Merecedora de ser capturada, descubierta, explorada, visitada. Los tesoros mejor guardados del atlántico me esperaban más cerca de lo que nunca hubiera imaginado: en casa.

Mi paraíso rural de eucaliptos y robles centenarios, que me mecen con el jugueteo de sus ramas. Desde lo más alto del monte veo la ría de Vigo en su máximo esplendor, coloreada por una infinidad de tonos rojizos que poco a poco se pierden en el horizonte. Las Islas Cíes se van quedando en la penumbra, sin moverse. Tan espléndidas y únicas, juraría que verlas era lo más parecido a vivir a las puertas del cielo.  Al día siguiente, me encuentro en tierra santa a 35 grados. Recorro uno tras otro sus magníficos puentes romanos, hasta llegar a la Puerta del Paraíso que Ourense esconde en su catedral. Una suave música celestial me lleva hasta una virgen a quien rezo mis plegarias, para luego evadirme por completo en la paz más absoluta de las aguas termales.  Casi en un abrir y cerrar de ojos me recibe el olor a agua salada de Pontevedra; ría de las cien playas. El paraíso de las banderas azules, cuyo patrimonio histórico es digno de admiración. Disfruto durante unas horas de la tranquilidad, y me arreglo para pasar una noche de música y copas por las calles de Sanxenxo, que me tienta a quedarme unos días más, pero reniego de tanto bullicio y me dispongo a continuar. Un barco repleto de turistas cuyas palabras me esfuerzo en entender navega lentamente por los cañones del Sil, fusionando el mar y la montaña hasta convertirse en uno. Una suave brisa me despeina mientras me impulso hacia la barandilla para sacar una fotografía, consciente de que no hay píxeles suficientes capaces de capturar la esencia de una madre tierra en su estado más puro. Tras un buen rato marcando rutas con un rotulador en un mapa un tanto confuso, me las arreglo para llegar hasta lo más profundo de Galicia, donde me recibe una interminable muralla romana que recorro de un extremo a otro. Sigo avanzando cara al norte de la provincia luguesa hasta volver a ver el mar en la Mariña Lucense.  Mientras tomo algo en una terraza, me comentan sobre el Camino del Norte, el arenal de Aguas Santas y los peregrinos. Momentos después, camino hacia la aclamada Playa de las Catedrales retomando el contacto con el mar, esta vez el Cantábrico, y exploro a fondo cada arco de roca fruto de la erosión del mar, anonadada por su magnitud. Cuando no me creía capaz de concebir más belleza, llegué a las Rías Altas. A Ferrol: mi refugio durante algunas temporadas y mi segunda casa. Al paraíso perdido de As Fragas do Eume, nuestro bosque por excelencia. La playa de Riazor llenaba mi vacío existencial. Entre las olas que embestían brutalmente contra las rocas, veía algunos intrépidos surfistas desafiando su fuerza. El aire frío me calaba rápidamente la piel, dejándome piel de gallina. Sentada a los pies de la Torre de Hércules, imaginaba a marineros siendo guiados por su faro en mitad de la noche. Pensaba en la vida en el mar, esa fuerza incontrolable, para traernos pescado y marisco de la mejor calidad. Aún sabiendo que sus puertas siempre estarían abiertas para mí, la despedida nunca era fácil. Todavía no me había marchado, y no veía la hora de poder volver. Cambié el frío de A Coruña por el sudor haciendo rutas de senderismo en Bergantiños, sin pausa pero sin prisa hasta Fisterra. Allí corroboré lo que dicen nuestros gallegos: “es el final de la Tierra”. En la inmensidad del océano, desde luego que lo parecía. Tanto que me hacía sentir insignificante, diminuta. Allí sentada, al borde del abismo, recapitulaba en mi cabeza cada visita de mi aventura en solitario. Había sido lo suficientemente egoísta para no querer compartir tal belleza ni con amigos, ni con amores. En compañía de un grupo de jubilados extranjeros peregriné hasta la meta, donde de verdad llevan todos los caminos, el destino más ansiado por locales y visitantes: Santiago de Compostela. Uno de los mayores ejemplos de arte en estado puro. Casa del apóstol Santiago, cuyos ojos brillantes se reflejan en los míos desde el Pórtico de la Gloria. Sentada en medio de la plaza del Obradoiro, me limito a apreciar, exhausta, cada detalle de tan grandiosa catedral. Mi experiencia termina allí, donde a quince kilómetros escasos tengo un aeropuerto con cientos de vuelos internacionales a mi disposición. Pero yo ya no necesito marcharme... 

 

 

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