LA NOSTRA FAMIGLIA VII (La Toscana 2018)

Martes, 19 de Junio. Salíamos temprano hacia el puerto, ya con las maletas listas para el cambio de hotel la última noche. Después de todo lo ocurrido de madrugada, no dábamos palo al agua. Necesitábamos dormir y aclarar las ideas. Y sí, todos descansamos hasta que una voz chillona procedente del altavoz nos sobresaltó con un: BUENOS DÍAS CHICOS, PUEDO DESPERTARLES!?. No sé ni donde ni cuando había entrado esa chica en el bus. El caso es que con el mismo tono y acento cubano se dispuso a hablar durante varios minutos sobre la zona que íbamos a visitar, la cual nos aseguró que era lindísima, con un ambiente súper agradable, donde pasarla bien visitando la puebla. Francamente, hubo gente que ni siquiera se despertó. Algunos sí que la escuchamos, pero creo que nos fijábamos más en el acento que en lo que decía. 
Media hora después finalizaba el trayecto, y por fin llegábamos al puerto. En la cola, un grupo de catalanes que más tarde compartirían cacahuetes y maíces con nosotros. Nada más embarcar, estuvimos agiles a la hora de coger sitios. Todos a popa, donde daba el aire, estábamos tranquilos y nos poníamos morenos. Ronda doble de crema solar, gorras, la brisa marina en el pelo y por momentos, salpicaduras de agua salada. La combinación perfecta y el momento, los momentos, perfectos. Conscientes de que íban a ser de los últimos juntos, sin poder hacer nada para evitarlo. El mar siempre, siempre era el mejor sitio para mirarse de cerca, contarse, reírse, abrazarse y dejar pasar las horas. Porque aquella mañana todo daba igual, volvería a ese lugar siempre.
Las pequeñas playas de Vernazza y Portovenere nos esperaban con aguas frías y arenas ardientes, más calles estrechas y casas altas de muchos colores. Un bañito rápido y a descubrir sus secretos de la mano de la mejor compañera. Buscando un sitio para comer dimos con uno de los mejores de la isla, y no sólo por la comida. El camarero de ojos verdes con un nivel de inglés casi perfecto hizo la espera más agradable mientras cocinaba cantando, y un tatuaje en el brazo con la frase NO FEAR. Sin duda, aquel lugar sólo transmitía buenas vibraciones. 
En el segundo viaje en barco tocaba un descanso en la planta de arriba, donde el tema de conversación ya era más escaso y la situación no era precisamente cómoda. Entonces decidí hacer de las mías. Pedí una cámara y busqué los momentos perfectos más escondidos en cada uno de mis compañeros. Era la única forma de hacer eterno lo efímero.
Para acabar la tarde, dos sesiones de fotos en particular, un helado de maracuyá y menta, un acantilado que quitaba el aire, un momento Titanic y un juego en el agua donde ya no tocamos el fondo.
Cuatro horas de trayecto con la arena pegada al cuerpo nos llevaban hasta ese hotel de cuatro estrellas del que tantas ganas teníamos, que nos sirvió para darnos cuenta de que no habíamos podido parar en mejor sitio que en aquellas cuatro paredes llamadas Hotel Universo, porque no son las estrellas sino la libertad de hacer lo que queramos, cuando queramos. Sin duda, fue la noche más tranquila, y la más corta. Milán a las cuatro y media de la mañana no se ve de la misma forma...

 
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