En el cajón debajo de la cama

Eran las seis de la tarde de una tarde de verano y me encontraba sentada en la alfombra de mi habitación, dejando fluir música aleatoria en el móvil. La música alta silenciaba los pensamientos. Mi creatividad buscaba desesperadamente algo en lo que invertir el tiempo, y mi madre no dejaba de recordarme que debería hacer limpieza en los cajones de mi habitación, y tirar todos esos papeles “que lo único que hacen es coger polvo”. Entonces, casi de un impulso, abrí uno de los cuatro cajones de debajo de mi cama. Aquel no era sólo un mueble más en mi habitación. Toda persona ajena debía mantenerse alejada para evitar cualquier tentación de husmear en las memorias de casi toda una corta, pero intensa, vida. Cada vez que me mandaban tirar con todo, respondía: “Quizás estos sean los primeros indicios del Síndrome de Diógenes, porque lo que ahí se esconde no irá a ninguna parte.” Sin pensármelo dos veces, esparcí en la alfombra esos recuerdos tan preciados. Recibos de tiendas, billetes de avión, recortes de frases borrosas por el tiempo, fotografías del 2014, entradas a museos, mapas de ciudades con rutas trazadas, diplomas, cartas de despedida. Al tiempo que yo observaba, mi mente viajaba de un instante a otro, obligándose a sí misma a recordar. Vidriosos se volvieron mis ojos al leer un papel arrugado que sobresalía de una carpeta. “Tarde o temprano, te darás cuenta de que tienes mucho que dejar atrás”. No le faltaba razón, y es que ni siquiera podía recordar quien había escrito aquello en letra cursiva. Miles de detalles se difuminaban en mi retina, miles piezas que hacían el puzle de los recuerdos imposible de terminar. Y la única forma de poder volver a ellos era guardando todos esos papeles insignificantes, ayudada de una más que buena, inteligente memoria, muchas imágenes y la cronología que la tecnología podía aportarme. De la misma manera que temía ser olvidada, yo no podía permitirme olvidar. Los recuerdos nos hacen quienes somos, así que “perdona a mi mente adolescente”.

 
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