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Oda a Galicia
- Por saramillor
- El 23/07/2020
Julio, 2020.
Decirlo en alto me semejaba un milagro, pero por fin podía empezar a vivir. Julio era mi mes, y este era mi verano. Bastante había estado encerrada ya. Acababa de cumplir los dieciocho y tenía un dinero ahorrado para volver a ver a mi familia estadounidense, algo que decidí dejar para más adelante. Al fin y al cabo, el único lazo inquebrantable era el que me unía a mi tierra gallega. La tierra que nos habían quemado aquel octubre de 2017 en el que un seco y ventoso otoño fue nuestra ruina, por fin volvía a dar brotes verdes. Tan dañada por nuestra especie y, aún así, tan enriquecida. Merecedora de ser capturada, descubierta, explorada, visitada. Los tesoros mejor guardados del atlántico me esperaban más cerca de lo que nunca hubiera imaginado: en casa.
Mi paraíso rural de eucaliptos y robles centenarios, que me mecen con el jugueteo de sus ramas. Desde lo más alto del monte veo la ría de Vigo en su máximo esplendor, coloreada por una infinidad de tonos rojizos que poco a poco se pierden en el horizonte. Las Islas Cíes se van quedando en la penumbra, sin moverse. Tan espléndidas y únicas, juraría que verlas era lo más parecido a vivir a las puertas del cielo. Al día siguiente, me encuentro en tierra santa a 35 grados. Recorro uno tras otro sus magníficos puentes romanos, hasta llegar a la Puerta del Paraíso que Ourense esconde en su catedral. Una suave música celestial me lleva hasta una virgen a quien rezo mis plegarias, para luego evadirme por completo en la paz más absoluta de las aguas termales. Casi en un abrir y cerrar de ojos me recibe el olor a agua salada de Pontevedra; ría de las cien playas. El paraíso de las banderas azules, cuyo patrimonio histórico es digno de admiración. Disfruto durante unas horas de la tranquilidad, y me arreglo para pasar una noche de música y copas por las calles de Sanxenxo, que me tienta a quedarme unos días más, pero reniego de tanto bullicio y me dispongo a continuar. Un barco repleto de turistas cuyas palabras me esfuerzo en entender navega lentamente por los cañones del Sil, fusionando el mar y la montaña hasta convertirse en uno. Una suave brisa me despeina mientras me impulso hacia la barandilla para sacar una fotografía, consciente de que no hay píxeles suficientes capaces de capturar la esencia de una madre tierra en su estado más puro. Tras un buen rato marcando rutas con un rotulador en un mapa un tanto confuso, me las arreglo para llegar hasta lo más profundo de Galicia, donde me recibe una interminable muralla romana que recorro de un extremo a otro. Sigo avanzando cara al norte de la provincia luguesa hasta volver a ver el mar en la Mariña Lucense. Mientras tomo algo en una terraza, me comentan sobre el Camino del Norte, el arenal de Aguas Santas y los peregrinos. Momentos después, camino hacia la aclamada Playa de las Catedrales retomando el contacto con el mar, esta vez el Cantábrico, y exploro a fondo cada arco de roca fruto de la erosión del mar, anonadada por su magnitud. Cuando no me creía capaz de concebir más belleza, llegué a las Rías Altas. A Ferrol: mi refugio durante algunas temporadas y mi segunda casa. Al paraíso perdido de As Fragas do Eume, nuestro bosque por excelencia. La playa de Riazor llenaba mi vacío existencial. Entre las olas que embestían brutalmente contra las rocas, veía algunos intrépidos surfistas desafiando su fuerza. El aire frío me calaba rápidamente la piel, dejándome piel de gallina. Sentada a los pies de la Torre de Hércules, imaginaba a marineros siendo guiados por su faro en mitad de la noche. Pensaba en la vida en el mar, esa fuerza incontrolable, para traernos pescado y marisco de la mejor calidad. Aún sabiendo que sus puertas siempre estarían abiertas para mí, la despedida nunca era fácil. Todavía no me había marchado, y no veía la hora de poder volver. Cambié el frío de A Coruña por el sudor haciendo rutas de senderismo en Bergantiños, sin pausa pero sin prisa hasta Fisterra. Allí corroboré lo que dicen nuestros gallegos: “es el final de la Tierra”. En la inmensidad del océano, desde luego que lo parecía. Tanto que me hacía sentir insignificante, diminuta. Allí sentada, al borde del abismo, recapitulaba en mi cabeza cada visita de mi aventura en solitario. Había sido lo suficientemente egoísta para no querer compartir tal belleza ni con amigos, ni con amores. En compañía de un grupo de jubilados extranjeros peregriné hasta la meta, donde de verdad llevan todos los caminos, el destino más ansiado por locales y visitantes: Santiago de Compostela. Uno de los mayores ejemplos de arte en estado puro. Casa del apóstol Santiago, cuyos ojos brillantes se reflejan en los míos desde el Pórtico de la Gloria. Sentada en medio de la plaza del Obradoiro, me limito a apreciar, exhausta, cada detalle de tan grandiosa catedral. Mi experiencia termina allí, donde a quince kilómetros escasos tengo un aeropuerto con cientos de vuelos internacionales a mi disposición. Pero yo ya no necesito marcharme...
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Tan lejos como quiera
- Por saramillor
- El 30/04/2020
Hemos alcanzado el punto de no retorno. A estas alturas somos como fichas de dominó a cámara lenta. Una vez cae la primera, poco a poco el resto van detrás. A veces para mal, pero la gran mayoría por una buena causa. Ya lo decía Berlín: A veces la distancia es la única forma de encontrar la paz. Cortar por lo sano pero también porque es sano. Darse a uno mismo la oportunidad de conocer nuevas perspectivas, de dejarse inspirar. Si hay algo bueno para lo que sirve romper es para dar paso al siguiente. Si nunca rompiéramos con nadie, seguiríamos con la misma gente de la guardería. Pero así, nos damos la oportunidad de conocer a alguien mejor. Es un hecho irrefutable que somos reemplazables, pero no repetibles. De poco nos sirve aferrarnos siempre a la misma gente bajo la excusa de que hay lazos que nunca se rompen. Hasta un nudo marinero se acaba rompiendo, por mucho que aguante. Y con esto no quiero decir que haya que empezar de cero y dejar de lado a todo el mundo, sino que debemos ver más allá. Somos demasiado jóvenes para limitarnos. Para vivir en nuestra zona de confort hasta que alguien nos eche de ella. Se nos ofrecen muchas más oportunidades de las que aprovechamos. Nos cruzamos constantemente con personalidades que merecen la pena, y ni nos paramos a plantearnos conocerlas. Querer a alguien también es saber dejarle marchar, y jugando con el futuro la victoria nunca está garantizada. No tenemos por qué sentirnos culpables de haber perdido contacto con alguien. Las relaciones se basan en momentos que in situ nos parecen insuperables. Y es de vital importancia saber disfrutar de esos instantes porque vienen con fecha de caducidad. Pero madurar es aceptar los cambios, dejar que las cosas sigan su curso. Despedir y recibir. Confiar en que no muy lejos nos espera algo igual de gratificante, o incluso mejor.
A veces simplemente necesitamos tomar distancia, alejarnos de todo por un tiempo. Para algunos eso significará apagar el móvil unos días, para otros, evitar el contacto. Aprender a estar bien con uno mismo, hacer nuestra felicidad independiente. Ponerle fin a las historias no siempre es algo que queramos hacer, pero sí algo que debemos hacer. Creo que nos haríamos un gran favor a nosotros mismos normalizando el decir: “Necesito tomar distancia”. “Tengo que dejarte ir. Quiero dejarte ir”. Ni siquiera creo que necesitemos una excusa para eso. No creo que tenga que haber un hecho determinante. ¿Quién dice que una relación no puede acabar en buenos términos? De todas formas, la universidad iba a poner fin más de una, eso seguro. -
El idioma en la sangre (Ganador concurso literario)
- Por saramillor
- El 14/02/2020
Mi querida Nadia. Al fin reúno el valor el valor suficiente para enviarte una carta que llevo meses redactando, tratando de encontrar las palabras adecuadas. Supongo que cuando leas esto estarás el algún lugar remoto del planeta, refugiada en la naturaleza y sin rumbo fijo. En primer lugar me gustaría pedirte que no te sientas mal por no haberte despedido, entiendo que solo eres un alma libre deseosa de escapar. Me has pedido que te deje ir y eso haré, pero no sin antes dejar constancia del impacto que tus ojos café y tu personalidad explosiva han tenido en mí y en mi familia.
El libro que te regalé por tu cumpleaños es de mi escritor favorito y cuenta una historia parecida a la de tus padres, sé lo mal que te sentó su divorcio y pensé que te gustaría recordar sus momentos felices. De los nuestros tengo una colección de Polaroids en la pared. Todavía guardo los billetes de avión a Florencia y Ámsterdam, tus destinos favoritos en Europa. Se que esos vuelos te quitaron las ganas de volver a volar pero por favor, no importa de la mano de quien vayas pero nunca dejes de hacerlo. Estás hecha para explorar y descubrir sin ataduras. No sabes lo afortunado que me siento de que España haya sido uno de los destinos de tu año sabático. Lo que me enamoró de ti no fue tu fisico, ni tu dinero, ni tu procedencia. Fue tu mente inconformista, tu espíritu salvaje, tus ganas de vivir. En seis meses viviendo bajo el mismo techo te ganaste un sitio en mi familia. Compartiste tus costumbres musulmanas con nosotros y aprendiste de las nuestras. Incluso me dejaste que por una vez fuera yo el que te guiara en tus viajes. Nos has enseñado a apreciar lo que tenemos y a dejar ir aquello que no es para nosotros o no nos hace bien. La verdad es que tú me haces mucho bien, pero no eres para mi. Y saber aceptar eso me permitió disfrutar de todo lo que tenías para darme hasta el día en que se me escurrió de las manos. En parte me alegro de que no hayas alargado tu despedida porque no hubiera sido capaz de dejarte marchar mirándote a esos ojos. Si alguna vez te encuentras en un punto muerto y no sabes donde ir, siempre serás bienvenida en casa. A mi madre le encantaría que probaras su receta de tarta de queso y mi padre ya no sabe a quién hacerle sus bromas sin gracia. Incluso mi hermana me cotillea el móvil para ver si aún hablamos. Todavía no he sabido cómo explicarle que, como bien me dijiste, no puedes estar viviendo dos vidas al mismo tiempo y que esa es la razón por la que me has pedido que no intente contactarte. Te pido que me perdones por no haber cumplido mi promesa y haberte escrito esto. He de confesar que algunas noches de verano intento tapar la luna con el pulgar como tú me enseñaste, y se que para que eso se cumpla no importa en qué parte del mundo estés. Supongo que todavía tengo la esperanza de que tú estés haciendo lo mismo… Y sin más hacerte sufrir me voy despidiendo. Allá donde la vida te lleve, recuerda siempre que tus éxitos son los míos también. Con amor, Andrés.Lo que Andrés no sabía todavía era que en Pakistán había estallado una guerra como otras muchas de las que Nadia había tenido la suerte de escapar. Ese era el verdadero motivo por el que se había marchado lejos por un tiempo, con el poco dinero de sus padres. Alcanzada por una bomba, yacía en el suelo ensangrentada e inmóvil. Miraba sin parpadear a un cielo gris en el que con tanto humo no conseguía ver esa luna de la que Andrés le hablaba. En la mano todavía sujetaba su carta, y por su mejilla se escurría una lágrima mientras le dedicaba un último suspiro lleno de dolor y amor amargo.
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La Generación del '02
- Por saramillor
- El 09/02/2020
En menos de dos meses, 2020 nos deja cao con un golpe de realidad. ¿En qué momento llegamos a segundo? Si ayer estábamos pasándonos notitas por debajo de la mesa y jugando en el recreo sin preocuparnos por nada. Los dieciocho se nos vienen encima y nosotros aquí, sobreviviendo malamente en una inestable burbuja emocional. Bachillerato siempre fue palabra peligrosa en boca de un profesor, una etapa complicada pero a su vez nuestra única salida para convertirnos en universitarios. Esa pesadilla que parecía tan lejana y ajena a nosotros, ahora es nuestra rutina.
A estas alturas podría decirse que segundo es estar en los pasillos deseando cumplir los dieciocho para poder salir fuera en los recreos. Es ver como tus amigos, los nuevos y los de siempre, se hacen mayores de edad y pensar que a algunos tanta responsabilidad se les queda grande. Saber que antes o después, te va a tocar a ti encontrar un hueco para una pequeña fiesta con el círculo más íntimo o para emborracharse todos de la misma botella y liarse con esa persona a la que tienes tantas ganas. Dejar que cada quien lidie con ello a su manera, entre exámenes, composiciones y comentarios críticos. Segundo es cambiar Netflix por la biblioteca y adelantar la alarma un par de horas para un último repaso cargado de café pero no de ganas. Son mañanas de pocas palabras y mucha música porque así nos entendemos mejor. Es hacer de tu clase tu familia, pero solo porque no te queda más remedio. Y dejar que del roce nazca el cariño, porque mientras haya quien desmonte argumentos con el don de la palabra, habrá quien se tenga que morder la lengua. Unas relaciones de dame paz y dame guerra, y otras más de aquí te pillo, aquí te mato, porque parece que no tenemos tiempo ni para querer. Una angustia existencial que ni la Generación del 98. Caras de incertidumbre, ojos en blanco y miradas continuas al reloj. Ese tic, tac que ni cesa ni avanza. Invocamos al verano de mil maneras y aún así enero se nos hace eterno. Que uno no gana para fotocopias, bolígrafos y subrayadores. Por momentos nos olvidamos de nuestra salud mental y vivimos como zombies con cascos deambulando por los pasillos. Tenemos como rutina profesores que todo se lo toman como una ofensa personal, dramas y conflictos que parecen sacados de una tragedia. De ahí que haya días en los que llegamos a casa echando humo por las orejas y nos quejamos por Twitter, que al menos nos responde con un par de likes. Ya de noche, una playlist en Spotify que ponga en mute los pensamientos. Segundo es vivir intentando mantener a flote la vida social fuera del instituto, sabiendo que, para bien o para mal, en cuestión de meses cada uno hará su vida. Queriendo creer que seremos reemplazables, pero no repetibles. Para muchos, lo que vendrá es todavía un futuro incierto. Y no hay videntes ni cartas de Tarot capaces de predecir lo que nos espera. Pronto se acabará el quedarse en zona de confort con el grupito de siempre, pero por el momento, toca dejar que los apocalípticos tengan pesadillas con repetir mientras quitan nueves. Que parece que se les va la vida en ello cuando tú lo llevas día a día, sin preocupaciones y con una sonrisa. Pero más allá del esfuerzo está la inteligencia, y todos nos guardamos un as bajo la manga. Solo hay que saber cuándo sacarlo. A veces, hay que tatuarse a tinta de boli unos cuantos nombres o fórmulas en el brazo. Poner a prueba la caligrafía en minúsculos trozos de papel. Hay quien le reza a Dios y a todos los santos presentes en la Biblia, quien confía en su suerte y quien va sin expectativas porque apenas leyó los apuntes. Tampoco pueden faltar aquellos que con su cara bonita y mucha labia piden cambiar un examen una hora antes. Ni quien juega sucio y simplemente saca de folio y hace el cambiazo.
Segundo es una montaña rusa que de tanto sacudirte termina por cambiarte, y aunque no lo parezca es para bien. A veces incluso te recompensa con buenos resultados y unas monedas para tomar algo un viernes de tarde y ponerse al día con alguien de confianza. O sábados de Larios Rosé, cigarros, perreo y sudor que eliminen la tensión acumulada durante la semana. Noches para el recuerdo que acaban en domingos de resaca con dolor de cabeza solo de pensar en coger un libro. Segundo es poner la alarma para las 7 y volver a empezar hasta que llegue junio y estemos en la playa riéndonos de la broma de mal gusto que fue bachillerato. -
″Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa″ (FIN)
- Por saramillor
- El 23/12/2019
Jueves, 19 de diciembre. Visita matutina a la Biblioteca Nacional de Portugal, esta vez para ver de cerca el Cancioneiro Nacional, donde desde el siglo XIV están manuscritas las cantigas de Martín Códax. Si te acercas un poco y pones atención puedes leer en cursiva: Ondas do mar de Vigo, se vistes meu amigo… En un día tan lluvioso lo mejor que pudimos hacer después fue meternos en el museo Calouste Gulbenkian y dejarnos absorber por distintas culturas. Desde el arte egipcio y del Extremo Oriente hasta la pintura y escultura francesa e inglesa. Un viaje de siglos atrás en el tiempo en hora y media. Parando unos minutos en el arte barroco neoclásico del siglo XVIII entramos en la basílica da Estrela hasta que el frío nos cala los huesos y se nos congela el aliento. Una siesta en el bus para entrar en calor hasta que volvemos al 2019 en el centro comercial Vasco da Gama, con tres plantas, un techo de cristal y 170 tiendas. Después de un sándwich de queso Brie fundido con jamón serrano y rúcula tocaba ver escaparates hasta aburrirse. Habiendo robado una bufanda por accidente acabamos en una mesa saboreando un helado de frambuesa mientras nos inventábamos los nombres y las historias de la gente que pasaba por delante. De camino al autobús, Alba posa sonriente para mi mientras al fondo brillan estrellas y guirnaldas de navidad suspendidas en el aire. Aquella noche volvimos al hotel empapadas y sin nada para cenar, y arriesgando al máximo los treinta euros de fianza, se tiró la casa por la ventana.
Viernes, 20 de diciembre.
A las ocho estábamos todos desayunados, con las maletas listas y devolviendo la tarjeta de la 1007 a la recepcionista de lo que aquellos cuatro días había sido nuestra casa: El hotel 3K Barcelona. Entre mantas, cascos y almohadas de viaje dormíamos con el sonido de la lluvia en los cristales del autobús hasta que Vicente nos despertaba hablando por el micrófono para hacer una parada en Coimbra. Una cookie, un Kinder Bueno y una infusión en la cafetería de la universidad antes de pelear un poco más con el viento hasta que me rompe el paraguas. La lluvia me cala los zapatos y el abrigo termina goteando, empapado. Todavía nos quedan seis horas más, y parece que no pasa el tiempo. Comemos en el primer bar que encontramos y ya con la voz tomada y el pelo encrespado contamos los minutos hasta llegar a casa, cuando ya casi es de noche. Con un par de besos y abrazos, un “Felices fiestas y feliz año” y unos cuantos “¡Cómo te voy a echar de menos!” muy exagerados nos despedimos de nuestros compañeros y del instituto hasta el 2020. FIN.
[EPÍLOGO]Estos últimos años han sido un periodo de cambio constante en todos los sentidos. De idas y venidas, literalmente. De aprender a meter en una maleta todo lo que necesito, todo lo que quiero. De anotar todos los detalles y escribir sobre ello para que nunca se me pueda olvidar. De conservar recuerdos en Polaroids y fotos editadas con VSCO. La Sara de siempre. Como fue en Francia, Inglaterra, Italia, Estados Unidos y ahora Lisboa. En el momento en que la galería no está llena, me falta algo. Después de haber dejado una familia al otro lado del charco, tengo que admitir que un poco de miedo sí que tenía de volver a empezar de cero por segundo año consecutivo. Siempre intentando que no pareciera que no consigo conservar nada, que todo el mundo se me escapa. Que la estabilidad no es para mi. Pero si hay algo que una vez ganado no me lo puede quitar nadie es la capacidad de adaptación a cualquier país, familia, grupo o instituto. Desde el primer día me sentí en casa. Poco a poco me fui ganando a mis compañeros entre galletas y favores. Lisboa fue el primer viaje que no acepté de inmediato. Porque en realidad no conocía tanto a mis compañeros, y no dejaba de ser la nueva. Pero me superaban las ganas de vivirlo, a cualquier precio. Así que me busqué dos compañeras de habitación y dije que sí. Por eso ahora que se acabó y cada uno está de vuelta en su casa por navidad, quiero dejar constancia por escrito de los mejores momentos que me llevo. Gracias.
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″Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa″ (Pt III)
- Por saramillor
- El 22/12/2019
Miércoles, 18 de diciembre. Salida a las 9 preparados para recorrer Lisboa de arriba abajo en 17 mil kilómetros de reloj. Por calles de edificios antiguos de distintos colores y alturas pasaba el tranvía, haciendo un ruido estridente a su paso por las vías de hierro sobre el adoquín. El espacio entre la calle y la acera era mínimo y estaba lleno de charcos. Cuando por fin llegamos a una zona llana fue para hacer una parada rápida en la iglesia de Santa María Magdalena y subir hasta el mirador de Santa Luzia. Diminutas casitas blancas con tejados naranjas se amontonaban en primera línea de costa, contrastando con un cielo gris y nublado. Todavía más arriba, quedaba el Castillo de San Jorge. Con Wonderwall de Oasis en los airpods Pedro y yo buscábamos los mejores rincones para sacar más fotos entre murallas, subiendo diminutas escaleras y esquivando charcos. La inmensidad de Lisboa a nuestros pies en la instantánea de una pareja árabe con la que nos entendimos perfectamente y la majestuosidad de una familia de pavos reales que se paseaban tan tranquilamente a escasos metros de nosotros. Pero siempre se puede llegar más arriba, y si para ello hay que pagar por entrar y subir unas escaleras de caracol interminables, allá vamos. Desde el punto más alto del Arco da Rua Augusta el viento ensordece y el silencio en la ciudad solo lo rompe el sonido retumbante de la campana. En cuanto volvemos a tener los pies en la tierra, directos a por unas pizzas y un par de botellas de agua para compensar la caminata. Y de postre, chocolate, tarta y crepes en el mercado da Ribeira. Cuatro horas de tiempo libre me llevaron a recorrer el centro con Maleda, desde una biblioteca hasta un centro comercial, pasando por una cafetería y una tienda de souvenirs. A medida que se iba haciendo de noche, las luces navideñas se encendían a ritmo de saxofón y guitarra por un grupo tocando en plena calle. Y de la música latinoamericana pasamos a los famosos fados portugueses, en una humilde taberna reservada para nosotros. Al terminar, una charla y una foto de grupo con una cámara desechable enfrente de una enorme bola de luces antes de cenar un plato de pasta con gambas, atún y aceite. Con intención de aprovechar un un rato muerto antes de volver al hotel decidimos ir a un karaoke... Que terminó siendo un bar gay. Entre una anécdota y otra eran casi las once cuando intentábamos llegar al metro sin romper los paraguas. Poca gente quedaba por allí, el vagón era solo para nosotros. Mientras nos metíamos en la inmensa oscuridad del túnel a la velocidad del rayo, jugábamos al teléfono estropeado en inglés como niños pequeños... Pero por mucho sueño que tuviésemos, aquella noche tampoco dormimos.
Continuará. -
″Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa″ (Pt II)
- Por saramillor
- El 22/12/2019
La primera noche en el hotel fue tranquila. Revisión de habitaciones a las 11:30 y acto seguido al ascensor para bajar a la 909. Después de una buena dosis de risas y cotilleo, de vuelta a la 1007 a escondidas. Arriba la fiesta estaba montada. Eran las dos de la mañana y solo los cascos con música a tope silenciaban los gritos en la habitación de al lado.
Martes, 17 de diciembre. 7:45. Una tostada de Nutella, un zumo de naranja en el buffet y la cámara preparada para salir. A las nueve unos selfies en la piedra de los descubrimientos y un paseo por la orilla del Tajo. Unos tímidos rayos de sol dejaban destellos en la lente y las pupilas, dejando al fondo el puente 25 de abril, el Golden Gate Bridge portugués de acero rojo. Seguimos nuestra ruta pasando por La Torre de Belém y el Palácio da Ajuda. Para cualquier amante del arte, una parada obligatoria. No hay resolución ni megapíxeles capaces de capturar tal majestuosidad. Cada estatua representando un sentimiento y cada sala una esencia propia. Cúpulas de perfectas proporciones, lámparas de finísimo cristal y mesas multitudinarias con sillas de terciopelo y vajillas relucientes. Un paseo por amplios pasillos y escalones infinitos hasta llegar a la biblioteca da Ajuda para contemplar de cerca lo que solo un ignorante puede considerar un trozo de papel viejo y arrugado. El Cancioneiro da Ajuda, una reliquia del siglo XIII, conservado entre una enorme colección de obras en portugués que en su momento pertenecieron a la familia real. La última parada que completaba una mañana de visitas culturales fue al Mosteiro dos Jerónimos, de fachada en relieve y muros de extravagante ornamentación que daban a un patio exterior donde sentarse a descansar. En el interior, una iglesia donde el aire es frío, las voces tienen eco y las vidrieras pintan los destellos de luz que entran por la ventana. Una parada para comer en un restaurante de comida rápida que tenía su encanto en las paredes de azulejos que en tinta rosa tenían grabados refranes como “Quem vê caras não vê corações”. Aquella tarde Sintra resplandecía con alumbrados navideños y árboles de guirnaldas en los que con un filtro A6, un poco de brillo y un buen modelo casi parecen los de Vigo. Si el pueblo no tiene nada de especial, subimos por callejones estrechos de adoquines desnivelados hasta llegar al punto más alto para conseguir unas buenas vistas. Luego hablamos con una vendedora de pendientes hechos a mano a la que le da pena que compremos uno de sus pares favoritos y seguimos caminando por una senda de lámparas de papel iluminadas que recuerdan a Japón. Y de ahí a Cascais, de noche, en la tranquilidad de una ciudad en la que se respira el espíritu navideño con una noria que gira despacio mientras cambia de color. Después de dar vueltas sin saber muy bien hacia donde ir terminamos dándonos un capricho de yogur helado con toppings en una heladería hasta que sutilmente el camarero nos invita a marcharnos porque quiere cerrar el local. Pegados los unos a los otros, acabamos en las escaleras de un portal sacando tema de conversación de debajo de las piedras e intentando no morirnos de frío. Nos esperaba una noche larga…
Continuará. -
″Quem não viu Lisboa, não viu coisa boa″ (Pt I)
- Por saramillor
- El 21/12/2019
Después de siete meses en casa, no me llegaba la hora de tener una nueva historia que contar. Esta vez fue un lunes, 16 de diciembre, a las 8:30 de la mañana. Como destino: Lisboa, Portugal. Otro para el recuerdo con el mejor compañero de viaje, y de vida, que cualquiera podría desear. En el cristal pegaba el viento y resbalaban las gotas de lluvia al ritmo de Sen Senra con su Ya No Te Hago Falta. A mi lado, Marta dormía tapada con mi manta y el otro auricular puesto. Una vez en la estación de Porto, Aixa repartía filloas caseras para todos, con azúcar y chocolate. En una cafetería cercana, cuatro cafés de un euro… noventa. Un antojo de chocolate y primer contacto con el portugués. Para comer, un bocata de atún en un centro comercial. Un descanso para estirar las piernas, visitar los alrededores y sacudirnos la mojadura que llevábamos encima. Próxima parada: Óbidos. Geográficamente, en el centro del mundo. Potencialmente, lugar para una macrofiesta en fin de año. En realidad, un pueblo pequeño con cierto encanto, una librería, una ruta navideña en medio de la nada un Ale-Hop. Entre brillantes azulejos ilustrados y luces de navidad por calles estrechas, nos dieron las cuatro. Después de otro tirón de autobús, por fin llegábamos al hotel. Casi a las diez de la noche. Para mi y mis compañeras de habitación, fue la habitación 1007 en el décimo piso. Grande y cómoda, con una ventana enorme en la que sentarse a reflexionar disfrutando de las vistas al centro de Lisboa. Las luces brillan pero no ciegan, dejando que el tren rompa el silencio al pasar por las vías…
Continuará.